Desde Izquierda Unida, como organización de la izquierda transformadora, ante el deber de proponer soluciones útiles para la crisis sistémica en la que nos encontramos, consideramos que debemos hacer una profunda reflexión sobre los límites del planeta y sus recursos, con el fin de diseñar un nuevo modelo de sociedad, que a la vez de atender las necesidades básicas de las personas para una vida sana, sea capaz de mantener nuestro entorno vital en condiciones óptimas para la vida de todas las especies del planeta y mediante una redistribución justa de los recursos que abandone los modelos de acumulación del sistema actual.
Es obvio que los límites del planeta han sido rebasados por la necesidad de crecimiento continuo del sistema capitalista; algo que no solo denunciamos organizaciones de izquierda o movimientos ambientalistas, sino que también ha sido reconocido por los propios científicos del IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático).
Probablemente una de las afirmaciones más contundentes de las filtraciones del informe del IPCC es la siguiente: “Algunos científicos subrayan que el cambio climático está causado por el desarrollo industrial y, más concretamente, por el carácter del desarrollo social y económico producido por la naturaleza de la sociedad capitalista, que, por tanto, consideran insostenible en última instancia”.
Esta concepción económica puramente antropocéntrica -que en ningún momento ha tenido en cuenta la insostenibilidad de crecer ignorando los límites biofísicos del planeta y la finitud de sus recursos , y ha menospreciado la huella y la deuda ecológica que va generando- nos ha llevado a una situación de translimitación y dejado a las puertas de una conjunción de crisis energética, climática y de biodiversidad sin precedentes.
Una conjunción de crisis que, por sus características de irreversibilidad y afección estructural a la vida tal y como la conocemos, no sólo nos pone de nuevo en la casilla de salida de la enésima crisis económica y social -agudizando la lucha por la supervivencia en la que se ha convertido la vida de miles de millones de personas-, sino que además impacta en las condiciones y factores que han posibilitado el desarrollo de la vida en partes significativas del planeta.
Desde la desertificación generalizada a la subida del nivel del mar; pasando por la permanente y progresiva degradación de ecosistemas, la deforestación masiva o el agotamiento de los suelos por uso intensivo y contaminación son a la vez consecuencias de esa “naturaleza de la sociedad capitalista” que apuntaba el citado informe del IPCC y causas de la conjunción de crisis que pone en riesgo la vida de futuras generaciones en el planeta.
Por tanto, nuestra obligación como organización de izquierdas debe ser plantear una alternativa democratizadora social y medioambientalmente, justa y solidaria para y junto a la mayoría social del planeta, respetando los ritmos metabólicos del planeta y eliminando las fracturas de los mismos que agotan su capacidad
No ya para hacer frente a la contradicción básica entre la búsqueda del crecimiento continuo y la propia finitud de los recursos, o a la necesidad de poner en valor el medioambiente y respetar los ciclos de la vida en el planeta por nuestra propia supervivencia; también para dar una respuesta socialmente justa al decrecimiento material inevitable producido por una progresiva escasez que puede convertirse en agotamiento en pocos años.
Sabemos de antemano que no va a resultar fácil; los propios científicos del IPCC en su borrador nos señalan uno de nuestros grandes retos: “Lecciones de la economía experimental muestran que la gente puede no aceptar medidas que se consideran injustas incluso si el coste de no aceptarlas es mayor”.
Por tanto, este necesario cambio de paradigma no puede hacerse de espaldas a la sociedad, debe de tener en cuenta las diferencias culturales, las divergencias entre el mundo rural y el urbano, y, sobre todo, las tremendas y crecientes desigualdades económicas entre las personas cada vez más pobres y las cada vez más pobres y aquellos cada vez más obscenamente ricos.
Parece estar cada vez más claro que es necesaria una transición energética que suponga el abandono de las fuentes de energías fósiles para hacer frente a las crisis climática y energética y sus consecuencias. Pero también que esa transición, y las medidas para abordar las consecuencias de la crisis por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, pasan por el decrecimiento y por un cambio estructural de los parámetros sociales, económicos y políticos en los que nos movemos actualmente.
Es decir, o se trabajan estos ámbitos, o entendemos que la lucha material es tan necesaria como la batalla cultural, o el camino hacia una nueva sociedad tendrá más enemigos que adeptos a la causa y será un proyecto que nacerá con pocas posibilidades de prosperar; más, teniendo en cuenta que enfrente tenemos al enemigo más implacable: el capital.
No queremos entrar en el debate nominalista sobre si el término decrecimiento es el más idóneo para la reflexión que queremos hacer, pero sí sabemos que los límites del planeta se están superando (algunos de forma irreversible), y tenemos el deber de volver a mantenernos por debajo de los mismos. Y eso no se puede hacer sin un replanteamiento total de los modelos de producción y consumo. Además, la superación los límites biofísicos del planeta se da al mismo tiempo que se agigantan las desigualdades sociales en cada aspecto vital; también en el ritmo de consumo y la responsabilidad frente a la crisis sistémica que vivimos. Por eso, no estamos planteando que quienes no llegan a final de mes o tienen salarios de subsistencia tengan que reformular sus vidas para acoplarlas a un escenario decrecentista, ni que los países en los que la sanidad o la educación pública y universal es una utopía hoy en día tengan que cambiar sus modelos productivos de subsistencia. Se trata de que, como sociedad globalmente, decidamos dónde debemos decrecer y hasta dónde. Para ello, se debe trabajar en el marco que permite el techo ecológico de uso de recursos naturales que permita la continuidad de ese modelo y el suelo social que garantice condiciones de vida dignas y democratizadas para todas las personas del planeta. Se trata de generar una sociedad igualitaria apartada del modelo capitalista que nos lleva a este suicidio como civilización.
El decrecimiento entendido como un camino hacia un modelo económico y social compatible con los límites del planeta y la vida en su conjunto no es, per se, una alternativa socialmente justa ni rupturista con el sistema de desigualdad actual.
Hoy en día, ante el escenario de disminución de los recursos y limitación en su uso, hay una tendencia a que las medidas de transición decrecentista concentren aún más los beneficiarios de los recursos, concentrando aún más la riqueza, dando por válido el incremento de la desigualdad y buscando su sostén en un mayor autoritarismo y des-democratización de los sistemas políticos y en las relaciones en la comunidad internacional.
Es por ello que, frente al decrecimiento autoritario y de hiperconcentración capitalista de los recursos que empezamos a vislumbrar como respuesta de las clases dominantes, es necesario plantear propuestas decrecentistas que enfrenten la crisis de raíces ecológicas en ciernes desde la construcción de nuevos modelos sociales y económicos, modelos que reduzcan y no que agudicen la desigualdad existente entre clases sociales y entre países, y que supongan una mayor democratización política y económica.
Propuestas decrecentistas que plantean la necesidad de: acabar con la máxima hegemónica que interrelaciona el bienestar con el consumo; de comunitarizar y des-mercantilizar espacios, servicios y bienes que se han individualizado para maximizar producción, consumo y beneficio económico; de transformar los modos y hábitos de vida impuestos bajo una lógica de mercado que rige desde la alimentación a las relaciones sociales, al desarrollo individual o el ocio; o de pacificarnos con la naturaleza, pero también entre nosotros y nosotras…
Pero además, desde el convencimiento de que la salida satisfactoria en términos de justicia social a la crisis ecológica pasa irremediablemente por acabar con lógicas de enfrentamiento, competencia y explotación y dar paso a lógicas de cooperación, colaboración y complementariedad, son necesarias propuestas políticas de cambio de las relaciones internacionales.
Propuestas que, desde la práctica del internacionalismo y el pacifismo, busquen acabar con el neocolonialismo y democratizar las relaciones internacionales para poner fin a la impunidad con la que unos pocos países enriquecidos y corporaciones multinacionales se apropian de los recursos ajenos, vulnerando los derechos humanos y la soberanía de los pueblos sobre esos recursos y cometiendo verdaderos ecocidios en su explotación.
Una perspectiva de internacionalismo ecologista supone entender que no se puede externalizar ni imponer a otros los costes ambientales y humanos del bienestar propio y actuar en coherencia.
Por tanto, aplicar una perspectiva de decrecimiento ecologista e internacionalista a las relaciones internacionales nos lleva a replantear cualquier acuerdo político o comercial, cualquier práctica de producción o consumo, que lleve aparejada, directa o indirectamente, el acaparamiento, el expolio o la explotación de personas y recursos naturales ajenos.
Como decíamos, la crisis no es solo climática sino una conjunción de crisis, también de escasez de materias primas esenciales y que está produciendo ya hambrunas, migración forzosa y muertes evitables en números países empobrecidos, así como el desabastecimiento de elementos -como chips, pinturas, tejidos, minerales como el cobre, o todo tipo de tierras raras, así como materiales diversos de construcción, materiales imprescindibles para la fabricación de artículos esenciales, así como para la construcción de infraestructuras, equipamientos y viviendas para el modo de vida imperante en la sociedad actual.
Si bien nadie hasta el momento le ha puesto nombre a esta crisis, es palpable que algunos de sus elementos ya nos afectan. La crisis energética es el más acuciante y visible hasta la fecha y la que más está afectando a toda la ciudadanía de los países ricos en general, ya sea en el ámbito del hogar o en sus puestos de trabajo. Sus causas son diversas (peak oil, mercados energéticos especulativos, alternativas a los combustibles fósiles aún no desarrolladas), y sus soluciones no son sencillas, pero es fundamental plantear un nuevo modelo de sociedad que primero reduzca el consumo innecesario y luego genere la práctica totalidad de la energía de forma limpia. Y para ello, debemos hacer una reflexión sobre las capacidades de producción y el consumo de cada territorio y las necesidades del mismo, así como cuánto se puede reducir.1
Pero también van a ser fundamentales otros cambios de modelo social, entre ellos:
El reparto del trabajo, trabajar menos para trabajar todas y todos, con unos salarios que cubran las necesidades de una vida digna. El incremento de la eficiencia en la producción y su consiguiente beneficio económico, fruto de las sucesivas revoluciones tecnológicas, debe revertirse en la disminución del tiempo de trabajo. Un siglo después del logro de la jornada de 40 horas semanales es imprescindible cuestionarse sobre el tiempo de trabajo necesario para una vida digna y socialmente sostenible.
Un nuevo modelo de producción de alimentos con un primer sector más fuerte, capaz de autoabastecer los territorios, que proteja y dignifique el trabajo de las personas trabajadoras de dicho sector.
Un cambio en las pautas del consumo y del comercio , porque no podemos seguir fabricando de más para consumir de más; ese será un cambio drástico para una sociedad de consumo de masas que ha vivido de espaldas a la sobreexplotación de otros territorios para poder tener los niveles de consumo actuales. Debemos cambiar las formas en las que se diseñan y producen los productos para que den una respuesta duradera, pero también cambiar la mentalidad, de persona consumidora a usuaria, del valor de cambio de distintos productos y servicios a su valor de uso.
Debemos favorecer la relocalización de la producción de subsectores industriales y primarios para reducir el impacto contaminante del transporte marítimo y aéreo. Asimismo, debemos favorecer la internalización o reinternalización de determinados servicios para potenciar el servicio público frente al interés privado menos garantista desde el punto de vista ambiental.
El modelo de ciudades y regiones debe cambiar radicalmente. No podemos seguir perpetuando sistemas basados en la movilidad en coche ya que conduce a entornos insostenibles que obliga a aumentar la demanda de recursos finitos. Nuestras ciudades y regiones tienen que plantearse de forma integral que los recursos que precisan estén incorporados en su entorno para reducir, como primera necesidad, los kilómetros que nos movemos y los que se mueven los recursos que consumimos.
El planteamiento del pretendido capitalismo verde de cambiar los motores actuales de combustión por motores eléctricos no es sólo una salida falaz, sino que constituye una propuesta atroz que agravaría el problema actual de disposición de recursos finitos y generaría una movilización de recursos adicional para adaptar las infraestructuras a la nueva demanda energética. La salida pasa, en todo momento, por reducir los km que nos desplazamos y, en cualquier caso, que esos desplazamientos se hagan, en su inmensa mayoría, a pie, en bicicleta o en transporte público; relegando el desplazamiento en vehículo a motor a necesidades muy específicas o imposibles de realizar por otra vía».
Cambiar los modelos de ordenación del territorio, los modelos de ciudad y cómo hacerlos compatibles con los nuevos modelos de producción y trabajo, de forma que la ciudad no sea un espacio hostil y mercantilizado sino un lugar vivible en el que nos desarrollamos como personas.
En cuanto a la industria, no podemos basar la solución a la crisis actual en el tecno-optimismo, el pensar que ya llegará una solución técnica, casi mágica y todo se solucionará. Si queremos asegurar un futuro debemos rediseñar procesos y productos para que sean reutilizados y reciclados de una forma sencilla. La reparabilidad y durabilidad deben de ser requisitos obligatorios, debemos pensar qué industrias son imprescindibles y qué industrias no pueden consumir los recursos finitos que no tenemos, y por tanto, cuestionar la existencia de determinados sectores industriales, agrícolas y/o ganaderos. ¿Es necesaria, por ejemplo, la industria armamentística, o tenemos que fabricar equipamientos sanitarios?, ese será un debate esencial.
Esta crisis gira también en torno a las materias primas y, en concreto, aquellos materiales procedentes de la minería. Debemos reflexionar sobre el modelo extractivista imperante, es decir, sobre dónde se puede o no se puede abrir minas (huyendo del llamado síndrome del “patio trasero”), pero impidiendo que se arrasen espacios naturales protegidos. Las nuevas generaciones también precisarán de materias primas, así que es importante preservar recursos y que en los territorios donde se produzcan las extracciones haya una atención prioritaria para que, quienes los habitan, tengan cubiertas sus necesidades y no se sientan robados.
Deberemos repensar ocio y turismo en un país que se ha definido por su economía basada en el turismo; repensar el tipo de turismo debe de ser especialmente cuidadoso con las regiones que hoy básicamente viven de él. Debemos de repensar un nuevo modelo sostenible, respetuoso con el entorno y diverso en lo económico, recuperando antiguas actividades e incorporando otras nuevas de mayor valor añadido, con tanta urgencia como extrema cautela para no dejar atrás a quienes han sido, tradicionalmente, los y las perdedoras del modelo capitalismo.
Antonio Valero, catedrático y primer director general del IESE, dijo que “vivimos en un planeta finito con deseos infinitos”. La cuestión es saber qué deseos son materialmente posibles y socialmente justos. El mundo al que nos asomamos es, más que nunca, un espacio donde no cabe seguir creciendo y acumulando beneficios a costa de comprometer la viabilidad de las generaciones futuras ni dejar en la cuneta a gran parte de la población mundial. Nosotros defendemos el derecho a la vida y que esta sea digna; el derecho al trabajo; el derecho a la vivienda; el derecho a la sanidad, el derecho al agua o la energía, o el derecho a la cultura.
La «anarquía» del mercado global nos conduce al colapso. La planificación de la economía es imprescindible para que podamos sobrevivir como especie, pero debe de ser una planificación democrática, realizada desde la reflexión de toda la sociedad. En un contexto de escasez de materias primas deberíamos abrir un debate social en torno a qué, cómo y dónde producimos, este debe de ser un debate social, porque si no lo decidimos entre todas y todos, otros lo decidirán como hasta ahora, y ya conocemos a donde nos han traído. Es, por tanto, urgente cambiar de la era del antropoceno que marca el capital al geoceno.
Por eso Izquierda Unida se abre a la sociedad y a quienes deseen participar en esta reflexión multimodal, para poner negro sobre blanco el nuevo modelo que defenderemos y al cual aspiraremos como marco de una nueva sociedad más justa, igualitaria y, sobre todo, respetuosa con el equilibrio ecosistémico del planeta.
Firmantes y promotores del grupo de decrecimiento: Carlos Sanchez Mato, Pilar González, Samuel Romero, Sira Rego, José Luis Ordóñez, José Criado, Alejandro García, Salvador Arijo, Pablo Jiménez, Xabier Pombo, Hector Escudero, Jorge Martínez, Eva Garcia